Mi
sumisa, es una vampira.
VI
Estaba
todavía sobrecogido todo mi cuerpo por aquella deliciosa explosión
cuando de pronto algo brillante me cegó. No fue el único cambio que
se produjo en aquella estancia principal de la cabaña, mis dos
supuestas sumisas, también vampiras, se lanzaron al suelo ante aquel
rayo de luz que lo iluminaba todo.
-¡¿Qué
hacéis, puercas?! –oí que gritaba aquel haz de luminosidad
irritante para mis ojos.
Fui
acostumbrando mi cristalino al fulgor y de pronto me quedé
maravillado ante la visión. Una mujer fulgurante, espléndida, alta
no solo por los enormes calzos que tenían sus botas negras, con una
larga melena rubia que desprendía diminutas chispas del color del
fuego y ataviada con un corsé ajustado a sus femeninas formas
ondulantes que en cierto modo cubría una oscura capa también de
sedosa piel. Me enamoré de la figura, digna de ser retratada no solo
por los mejores pintores sino también secuestrada como protagonista
para una de mis novelas. Fui a decírselo, como si precisara que
elogios o piropos la encumbraran pero me lo impidió su siguiente
intervención.
-¿Pero
tan bajo has caído, bruja Amelia?
Observé
la inmovilidad no solo de la vampira que había mencionada la recién
llegada sino que también Perla parecía haberse quedado congelada.
-¿Acaso
no sois capaces de encontrar alguien más dotado para chupársela?
Aquello
me molestó, lo reconozco, pues no hacía falta que me ninguneara,
bien, no exactamente a mí sino a mis atributos sexuales. Fue lo que
motivó que mi miembro quisiera demostrarle con su nuevo intento de
erección que en acción podía mostrarse mucho más convincente en
su virilidad. Obviamente no lo logró a tenor de su siguiente
comentario.
-Ni
queriéndolo sería capaz de engendrar un nuevo vampiro.
Me
dio que pensar aquel manifiesto. ¿Los vampiros pueden fecundar y dar
a luz nuevos vampiritos?
Por
fin una susurrante voz, la de mi supuesta vampira sumisa, emergió
entre el estruendo que aparecía cuando la hermosa dama abría su
boca.
-Es
escritor, mi Reina.
-¿Escritor?
¿Ese mindundi? ¿Y quién lo conoce? ¿Su madre y hermanos? ¿Alguna
tía lejana? ¿O quizá su abuelita? – y de pronto la risotada de
aquella hermosa fémina que Amelia había calificado como su Reina,
inundó la sala. Me pareció poco acorde con la belleza que tanto me
había impresionado sino que más bien creí estar asistiendo a la
paranoica risa de alguien muy aterrador, quizá un camionero enorme
por alto y gordo y desde luego, muy cabreado.
No
me contuve más.
-¿Qué
ocurre, bella Dama? ¿Acaso creéis que todos los famosos escritores
han nacido siéndolo?
Me
miró de arriba abajo y me soltó: –tú, ni naciendo mil veces, lo
lograrás, ser famoso.
Tanto
desprecio y ante mis supuestas propiedades vampíricas, logró que
quisiera defenderme no solo con argumentos verbales.
-Salga
de mi casa ahora mismo. No consiento… –no tuve tiempo a más. Me
agarró por el cuello y sujetándome con solo una mano me levantó
del suelo como medio metro hasta poner mis ojos a la altura de los
suyos.
-¿Quieres
que te aplaste como a una cucaracha, escritor de pacotilla?
No
podía responderle. De hecho y si pronto no me liberaba el cuello, no
podría ni respirar. Creo que lo captó y por tanto me arrojó lejos
de ella, como si fuera una pelota de ping-pong. Me di un trastazo de
aúpa. Fue entonces cuando apareció Patricia de entre las hojas del
manuscrito en el que estaba inmerso antes de que en mi vida
aparecieran las vampiras y vampiros. Llegó amparada por rufián.
-¡¿Qué
cojones pasa aquí?!
No
se si fue su inesperada aparición, su belleza sin igual cuando se
levanta de la cama o la forma de referirse a los cojones, pero la
recién llegada pareció encandilarse con mi famosa protagonista.
De
pronto me observó y dirigiéndose a mi me señaló no sin cierta
acritud: – ¿no sabes ponerte en tu sitio? No me sorprende que
todavía no se hayan vendido millones de ejemplares de mi novela.
La
muy… Se acababa de otorgar la autoría de la novela que yo y solo
yo, había escrito, aunque cierto, con ella de primordial
protagonista. De todos modos no quise contradecirla, no fuera que la
recién llegada, que por otra parte había perdido o solo quizá
ocultado aquel fulgor con el que apareció en la cabaña, volviera a
aplicar su fortaleza sobre mi humilde persona puesto que la forma en
que observaba a mi Patricia, era de aquellas en las que se distingue
una devoción rayana en lo obsesivo. Lo digo porque sé perfectamente
a qué me refiero.
-He
llegado para recuperar mi propiedad y me encuentro una orgía en la
que ese señor tan minúsculo ha abusado de mi acólita.
¿Qué
yo había abusado? Fui a defenderme, pero no hizo falta. De nuevo mi
Patricia tomó la iniciativa.
-Perdona,
pero ese señor es un gran escritor y sobre todo, muy correcto,
aunque claro, con las damas. ¿Tu vampirita puede calificarse como
tal? Porque y disculpa si soy muy cruda con mi aserción, un poco
puta lo es, ella, no él.
Aquella
enorme belleza rubia de la que todavía emergían entre su sedoso
pelo, las chispitas color fuego, se acercó a Patricia, para darle
dos besos, cariñosos, tiernos me parecieron. Temí entonces que
quizá se sintiera arrebatada por esa capacidad con la que creé a mi
Patricia, la de dominar aun sin quererlo a quien se le acerque a
menos de diez metros, más que nada porque a pesar de ser de mi
agrado su anatomía, di por hecho que no sería capaz de manejar
aquellos arrebatos con los que se había presentado y mucho menos la
fuerza bruta que me aplicó.
-Lo
siento… por cierto, ¿cuál es tu nombre? –oí que intervenía
entonces Patricia.
-Amanda,
gran Reina de las vampiras de este lado del Atlántico.
Me
quedé de piedra. Y las dos supuestas sumisas, allí tiradas en el
suelo, sin mover ni un ápice de su esplendorosa anatomía. Estaba
casi claro del todo, quienes éramos los subordinados y quienes las
dominantes.
-Verás
Amanda, gran Reina de las vampiras, golfas. Tu vampirita se ha
presentado aquí esta noche, a jodernos la marrana con sus
estupideces de que quería convertirse en la sumisa de mi escritor.
-¿Tu
escritor? ¿Eres su editora?
-De
momento, todavía no, pero no sufras, todo se andará.
Vaya,
ahora Patricia también quiere quedarse con el fruto de mi trabajo y
creatividad. Lo dicho y también pensado desde hacía tiempo, se me
había ido de las manos invistiéndola de un carácter tan dominante
y al parecer su siguiente propiedad, iba o quizá ya lo era, yo
mismo, su creador.
-Es
un buen elemento, pero sabes, necesita que alguien relevante lo
presente en sociedad. De otro modo, nunca dejará de ser lo que tú
misma has detectado tan solo observarlo. Un mindundi, un pobre
desgraciado que sueña con triunfar sin saber que a los mindundis,
nadie los lee, puede que ni los miren cuando pasas por su lado.
Me
cagué en algo gordo. ¿Qué hostias se creía aquella deslenguada?
Fui a intervenir, pero algo en mis cuerdas vocales, me lo impidió.
-¿Ya
sabes que ahora mismo está intentando defenderse de su inutilidad,
gritándote cosas feas? –manifestó la gran Reina.
-Lo
sé… –respondió Patricia acompañando sus palabras de una
sonrisa que en otros momentos y hablando de otra persona, me hubiera
enamorado.
-Lo
conozco como si lo hubiera parido –sentenció mi personaje.
Entonces
fue la gran Reina la que sonrió. De ella, no me dio la gana
enamorarme. “Que se joda” me vino a la cabeza para justificar mi
decisión.
-Pero
es tierno, a pesar de su ingenuidad rayana en la inocencia impropia
de un tipo de su edad. Y por eso lo cuido y es más, voy a luchar
para que goce algo del éxito, el justo para que no acabe
entorpeciendo un día laboral de miles de sufridos trabajadores.
Nos
quedamos todos, incluida la gran Reina, expectantes. Patricia lo
advirtió y por ello no quiso dejarnos en ascuas.
-Sí
mujer, arrojándose a cualquier línea de metro, paralizando así el
servicio y haciendo que millones de pobres desgraciados como él
lleguen tarde al trabajo y quizá lo pierdan además de cabrearse
como monas.
Se
echaron a reír las dos. Incluso me pareció que con disimulo las
secundaban Amelia y Perla.
Ya
no podía más.
Entonces
y por arte de birlibirloque, apareció por el fondo de la estancia,
el vampiro senil, el supuesto padre adoptivo de Amelia, el vampiro
que según señaló dos veces, aquello de que el sol los destruye,
solo son patrañas.
-¿Qué
pasa aquí? ¿Una fiesta y nadie me lo ha dicho? Pues bien,
confundidos, la fiesta no es ahora, será esta noche, en el
cementerio que hay al otro lado de la ladera de la montaña, junto a
la ermita dedicada a San Eustaquio. Y desde luego estáis todas
invitadas, tú también, escritor. Pero ven vestido de otra guisa,
que parece que seas más pobre de lo que en realidad eres.
-¡Una
fiesta! –manifestó alzando su bella aunque potente voz la gran
Reina.
-¿Podrás
asistir, querida Patricia? –prosiguió.
-Naturalmente,
gran Reina Amanda. No me la perdería por nada del mundo.
No
dejé de taladrarme el cerebro con la insidiosa pregunta.
“¿Y
cómo narices piensas hacerlo?, querida y probablemente pronto,
odiada Patricia”.
(Continuara…)
Arturo
Roca
(29/09/2016)
