lunes, 8 de agosto de 2016

UNA PASIÓN DESAFORADA

UNA PASIÓN DESAFORADA

A la mañana siguiente, decidí salir al campo y por ello le indiqué se vistiera con los mini-shorts y una camiseta de tirantes, sin sujetador ni bragas. Pero cuando iba a ponérselos le ordené se detuviera.
-Te vestiré yo, mi adorable esclava.
Le coloqué sus brazos a la espalda y le indiqué que bajara la vista al suelo, dirigida a mis pies.
-Ahora, cuando te ponga los pantaloncitos, primero una pierna y luego la otra, puedes apoyarte en mi, perra obediente.
> Pero no muevas las manos ni levantes la vista del suelo.
Comencé con la pierna izquierda y antes de ajustarle los pantalones, decidí juguetear con su coño. Es una tentación demasiado fuerte como evitarla. Ni el más tenaz de los santos sería capaz de vencerla y os lo confieso, aún antes de comenzar aquel ritual, su sexo ya desprendía ese aroma que me envuelve al percibir los efluvios de ese continuo rezumar cuando estoy junto a ella.
Me agrada sentirla tan cercana, tan entregada, tan hembra y ella lo sabe. Sabe que aprecio ese vicio que la reconcome y me obsequia sin censura. Quizá nunca antes de mi ha podido expresarlo del mismo modo, con tanta libertad y seguridad, pues en otros tiempos y entre otras manos quizá haya creído que era algo censurable, repudiable, pero conmigo libera todo ese ardor que algunos han catalogado como pecaminoso, incluso en estos tiempos. Para su fortuna y felicidad conmigo no debe reprimirse nunca, quizá al contrario, ha pensado en ocasiones que no está a la altura de lo que soy capaz de admitir, desear, cosechar. Soy perverso sí, y quiero que ella también lo sea. Soy lascivo sí, y sabe que así la quiero. Soy vicioso, también y ella no desconoce que su vicio me lo hago mío, pues lo alimenta y lo comprende.
Es difícil encontrar armonía en tan subjetivos placeres íntimos y secretos, pero nosotros la construimos a cada paso que damos el uno en pos del otro y eso es algo que nunca nadie nos quitará.
Fue un primer orgasmo de mi perra, que hizo se tambaleara y tomar al pie de la letra mi indicación de recostarse sobre el cuerpo de su Dios y me complació su sudor pegajoso sobre mi pecho, esas gotitas que desparrama cuando el frenesí del llegar a lo más alto la descompone. Pero no me importa nada de ella, es más, me gustan sus alientos, sus suspiros, sus gemidos, sus jadeos, siempre regados por los líquidos que su anatomía desprende para mi, su Dios. Una forma mística a la vez que carnal de decirme un “lo adoro” entusiasmada, plena, enfervorizada.
Luego, tras unos minutos, la ayudé a recomponerse, pero sin permitir que pudiera tocarme más que con su cuerpo, con su lengua, sus labios, su coño y sus piernas.
-Las manos siguen a la espalda, perra.
Y así lo hizo, restregarme toda su epidermis en busca de satisfacer mis más bajas y ocultas perversiones, esas que ella descubre con ahínco, con firmeza, con devoción.
Me ensañé entonces con sus pezones. Un compendio de caricias, lengüetazos y mordiscos para finalizar en unos prolongados pellizcos mientras ella me devoraba con sus labios y su lengua.
Sus besos son canibalescos y me siento carne apetecible y necesaria para subsistir y mejorar cuando los ejecuta con esa maestría de hetaira realmente enamorada de su hombre.
Le coloqué la camiseta desde la espalda, permitiéndole eso sí, que con sus inmovilizadas manos hasta entonces, pudiera jugar con mi sexo, todavía desnudo, pues quise mantenerlo a la vista durante la liturgia anterior, aunque el ángulo de visión que le permití no fuera el más apropiado para gozar de mis firmezas. Son las prerrogativas de ser mía y esclava, tiene que sufrir para alcanzar los manjares que su Dueño le permite succionar solo cuando a él le apetece. Es la mejor fórmula para educar a una perra que lo es y quiere seguir siéndolo, incluso mejorando en su deseado rol.
Acomodada la prenda en su tronco, me dediqué a acariciar desde la tela, sus senos, esta vez con suavidad, con manera de hombre sabio y enamorado, de galán que prende la llama en su dama poco antes de que ésta suplique recibirle. Y lo hizo, suplicar, rogar, admitir con sus tembleques que estaba de nuevo dispuesto su coño, que precisaba de mis manos o mis dedos o mi miembro o de mi lengua.
Fue entonces cuando comencé a susurrarle esas escenas que tanto la animan a derramarse. Lo hizo sin demasiado empeño por mi parte, pues conozco perfectamente los senderos verbales por los que debo llevarla. Y en su imaginación me sigue, aunque esté totalmente en pie en la realidad, a cuatro patas, como la perra obediente que es, derrochando humedad, como si quisiera aplacar el calor del momento, con sus líquidos, los  vaginales y los bucales.
Gritó desaforada esa nueva muestra de su fuerza lujuriosa, esa nueva meta en pos de alcanzar una más alta cima. Y no tuve más remedio que castigarla con azotes en sus nalgas. Craso error el mío, pues aquellas muestras de castigo fueron en cambio para ella, las notas que precisaba para componer una nueva sinfonía de pasión ardorosa, de derrame colosal, de orgasmo entre alaridos.
Entre mis manos se descompone y me agrada que así sea, que no tenga respiro, que no le otorgue descanso, que goce y goce hasta quedar exhausta. Y ese día de nuevo sucedió. Tuve por tanto que acomodarla entre mis brazos y depositarla con cuidado sobre la cama.
Rocé entonces su pantalón en la zona delantera y era agua.
No tuve más remedio que confesarle.
-No creo que estés para salir al campo, esclava.
Ella no pareció dispuesta a negarme el capricho.
-Lo estoy Amo. Aunque tenga que seguirle arrastrándome por entre espinas, pues no quiero decepcionarle, nunca.
Me tentó lo de las espinas. Recorrer algunas de sus zonas más erógenas con ellas, esas espinitas que te señalan el dolor que puede derrotarte me pareció una creativa forma de epílogo.
No quise sin embargo ni contradecirla ni destrozarla con caminatas inútiles. ¿La mejor forma de ayudarla…?
Comencé a acariciarla, a besarla, a relatarle instantes vividos o  imaginados, secuencias fantaseadas o realmente experimentadas y su cuerpo comenzó a reaccionar de nuevo.
No me quedó otra opción que liberarla de la poca ropa con que la había adornada para la excursión, pues su necesidad de mostrarme su entrega era plena.
-Te acabaré venciendo algún día, esclava.
-Ya lo ha hecho Amo. Ya lo hizo desde el primer día, por eso supliqué a los Dioses me aceptara como a su perra esclava. Sabía que era el premio que por fin me asistía aunque quizá no mereciera. Usted es mi mayor fortuna.
No bajamos a comer hasta cerca de las dos, pues entre orgasmos de mi perra y ensoñaciones necesarias para recomponernos, sobre todo yo, tras haber bebido de mi fuente la muy golosa con tanto empeño que a punto estuvo de secarla, el tiempo se nos comió nuestro tiempo.
Y por ello al descender, los rostros, puede que incluso un tanto desencajados, lo hicimos satisfechos de tenernos, de amarnos, de cuidarnos y de darnos.
Carmen, la posadera, lo percibió al instante y por tal razón solo dijo al cruzarnos con ella: –sus pinturas, señor Arturo, ya han llegado.
-Gracias –le respondí.
-Aunque deberán esperar su turno a mañana –concluí, observando de reojo a mi perra, curiosa y quizá temerosa de esa nueva idea mía, que ya suponía, la tendría a ella como fundamental protagonista.


Arturo Roca (15.07.2016)   

No hay comentarios:

Publicar un comentario