UNA PASIÓN DESAFORADA
A la mañana siguiente, decidí salir al
campo y por ello le indiqué se vistiera con los mini-shorts y una camiseta de
tirantes, sin sujetador ni bragas. Pero cuando iba a ponérselos le ordené se
detuviera.
-Te vestiré yo, mi adorable esclava.
Le coloqué sus brazos a la espalda y
le indiqué que bajara la vista al suelo, dirigida a mis pies.
-Ahora, cuando te ponga los
pantaloncitos, primero una pierna y luego la otra, puedes apoyarte en mi, perra
obediente.
> Pero no muevas las manos ni
levantes la vista del suelo.
Comencé con la pierna izquierda y
antes de ajustarle los pantalones, decidí juguetear con su coño. Es una
tentación demasiado fuerte como evitarla. Ni el más tenaz de los santos sería
capaz de vencerla y os lo confieso, aún antes de comenzar aquel ritual, su sexo
ya desprendía ese aroma que me envuelve al percibir los efluvios de ese
continuo rezumar cuando estoy junto a ella.
Me agrada sentirla tan cercana, tan
entregada, tan hembra y ella lo sabe. Sabe que aprecio ese vicio que la
reconcome y me obsequia sin censura. Quizá nunca antes de mi ha podido
expresarlo del mismo modo, con tanta libertad y seguridad, pues en otros
tiempos y entre otras manos quizá haya creído que era algo censurable,
repudiable, pero conmigo libera todo ese ardor que algunos han catalogado como
pecaminoso, incluso en estos tiempos. Para su fortuna y felicidad conmigo no
debe reprimirse nunca, quizá al contrario, ha pensado en ocasiones que no está
a la altura de lo que soy capaz de admitir, desear, cosechar. Soy perverso sí,
y quiero que ella también lo sea. Soy lascivo sí, y sabe que así la quiero. Soy
vicioso, también y ella no desconoce que su vicio me lo hago mío, pues lo
alimenta y lo comprende.
Es difícil encontrar armonía en tan subjetivos
placeres íntimos y secretos, pero nosotros la construimos a cada paso que damos
el uno en pos del otro y eso es algo que nunca nadie nos quitará.
Fue un primer orgasmo de mi perra, que
hizo se tambaleara y tomar al pie de la letra mi indicación de recostarse sobre
el cuerpo de su Dios y me complació su sudor pegajoso sobre mi pecho, esas
gotitas que desparrama cuando el frenesí del llegar a lo más alto la
descompone. Pero no me importa nada de ella, es más, me gustan sus alientos,
sus suspiros, sus gemidos, sus jadeos, siempre regados por los líquidos que su
anatomía desprende para mi, su Dios. Una forma mística a la vez que carnal de
decirme un “lo adoro” entusiasmada, plena, enfervorizada.
Luego, tras unos minutos, la ayudé a
recomponerse, pero sin permitir que pudiera tocarme más que con su cuerpo, con
su lengua, sus labios, su coño y sus piernas.
-Las manos siguen a la espalda, perra.
Y así lo hizo, restregarme toda su
epidermis en busca de satisfacer mis más bajas y ocultas perversiones, esas que
ella descubre con ahínco, con firmeza, con devoción.
Me ensañé entonces con sus pezones. Un
compendio de caricias, lengüetazos y mordiscos para finalizar en unos
prolongados pellizcos mientras ella me devoraba con sus labios y su lengua.
Sus besos son canibalescos y me siento
carne apetecible y necesaria para subsistir y mejorar cuando los ejecuta con
esa maestría de hetaira realmente enamorada de su hombre.
Le coloqué la camiseta desde la
espalda, permitiéndole eso sí, que con sus inmovilizadas manos hasta entonces,
pudiera jugar con mi sexo, todavía desnudo, pues quise mantenerlo a la vista
durante la liturgia anterior, aunque el ángulo de visión que le permití no
fuera el más apropiado para gozar de mis firmezas. Son las prerrogativas de ser
mía y esclava, tiene que sufrir para alcanzar los manjares que su Dueño le
permite succionar solo cuando a él le apetece. Es la mejor fórmula para educar
a una perra que lo es y quiere seguir siéndolo, incluso mejorando en su deseado
rol.
Acomodada la prenda en su tronco, me
dediqué a acariciar desde la tela, sus senos, esta vez con suavidad, con manera
de hombre sabio y enamorado, de galán que prende la llama en su dama poco antes
de que ésta suplique recibirle. Y lo hizo, suplicar, rogar, admitir con sus
tembleques que estaba de nuevo dispuesto su coño, que precisaba de mis manos o
mis dedos o mi miembro o de mi lengua.
Fue entonces cuando comencé a
susurrarle esas escenas que tanto la animan a derramarse. Lo hizo sin demasiado
empeño por mi parte, pues conozco perfectamente los senderos verbales por los
que debo llevarla. Y en su imaginación me sigue, aunque esté totalmente en pie
en la realidad, a cuatro patas, como la perra obediente que es, derrochando
humedad, como si quisiera aplacar el calor del momento, con sus líquidos, los vaginales y los bucales.
Gritó desaforada esa nueva muestra de
su fuerza lujuriosa, esa nueva meta en pos de alcanzar una más alta cima. Y no
tuve más remedio que castigarla con azotes en sus nalgas. Craso error el mío,
pues aquellas muestras de castigo fueron en cambio para ella, las notas que
precisaba para componer una nueva sinfonía de pasión ardorosa, de derrame
colosal, de orgasmo entre alaridos.
Entre mis manos se descompone y me
agrada que así sea, que no tenga respiro, que no le otorgue descanso, que goce
y goce hasta quedar exhausta. Y ese día de nuevo sucedió. Tuve por tanto que
acomodarla entre mis brazos y depositarla con cuidado sobre la cama.
Rocé entonces su pantalón en la zona
delantera y era agua.
No tuve más remedio que confesarle.
-No creo que estés para salir al
campo, esclava.
Ella no pareció dispuesta a negarme el
capricho.
-Lo estoy Amo. Aunque tenga que
seguirle arrastrándome por entre espinas, pues no quiero decepcionarle, nunca.
Me tentó lo de las espinas. Recorrer
algunas de sus zonas más erógenas con ellas, esas espinitas que te señalan el
dolor que puede derrotarte me pareció una creativa forma de epílogo.
No quise sin embargo ni contradecirla
ni destrozarla con caminatas inútiles. ¿La mejor forma de ayudarla…?
Comencé a acariciarla, a besarla, a
relatarle instantes vividos o imaginados, secuencias fantaseadas o realmente
experimentadas y su cuerpo comenzó a reaccionar de nuevo.
No me quedó otra opción que liberarla
de la poca ropa con que la había adornada para la excursión, pues su necesidad
de mostrarme su entrega era plena.
-Te acabaré venciendo algún día,
esclava.
-Ya lo ha hecho Amo. Ya lo hizo desde
el primer día, por eso supliqué a los Dioses me aceptara como a su perra
esclava. Sabía que era el premio que por fin me asistía aunque quizá no
mereciera. Usted es mi mayor fortuna.
No bajamos a comer hasta cerca de las
dos, pues entre orgasmos de mi perra y ensoñaciones necesarias para
recomponernos, sobre todo yo, tras haber bebido de mi fuente la muy golosa con
tanto empeño que a punto estuvo de secarla, el tiempo se nos comió nuestro
tiempo.
Y por ello al descender, los rostros,
puede que incluso un tanto desencajados, lo hicimos satisfechos de tenernos, de
amarnos, de cuidarnos y de darnos.
Carmen, la posadera, lo percibió al
instante y por tal razón solo dijo al cruzarnos con ella: –sus pinturas, señor
Arturo, ya han llegado.
-Gracias –le respondí.
-Aunque deberán esperar su turno a
mañana –concluí, observando de reojo a mi perra, curiosa y quizá temerosa de
esa nueva idea mía, que ya suponía, la tendría a ella como fundamental protagonista.
Arturo Roca (15.07.2016)
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