PRIMER CAPÍTULO
1ª PARTE.- (La MUJER-DIOSA )
I – ARTURO
Vaya por delante, que siempre me han
atraído las mujeres, inteligentes. Considero que son el ser más apreciable entre
todos los que habitan la tierra y nunca me he podido abstraer, -en cuanto he
detectado la presencia o irrupción en mi entorno de una de ellas-, a aproximarme
e intentar convencerla que puedo representar una opción interesante para su
divertimento. Y aquella tarde noche, volvió a suceder, mi facilidad innata para
detectar una de esas maravillas de la naturaleza, me la señaló y no me corté un
pelo en acercarme sin miedo al posible rechazo, que en realidad es lo único que
hace que eventualmente me perciba más nervioso de lo habitual, que normalmente
es: nada.
Soy relaciones públicas de una gran
firma de moda y actualmente también me responsabilizo de las redes sociales de
esa marca y por ello tengo gran facilidad para dominar cualquier situación con
absoluto control, también lo hago con la mayoría de personas que se cruzan en
mi camino: profesional y personal. Y no me considero engreído ni mucho menos
estúpido ni utilizo la falsa modestia como creo lo hace la mayoría, por ello me
permito definirme como apuesto varón de treinta y tres años. Pero vayamos a lo
esencial. Mi amigo Fede, un ejecutivo publicitario de éxito, me había invitado
al cóctel de presentación de una nueva firma de joyería para gente con alta capacidad
económica y allí, en medio de tantos creídos y suficientes, la vi por primera
vez.
Como he mencionado suele ser mi
costumbre y debilidad, me acerqué hasta ella y le ofrecí mi compañía,
alargándole mi mano al tiempo que le indicaba mi nombre. Ella me miró entre
displicente y curiosa, -ya sé, extraña mezcla, pero eso me pareció- y me soltó
una frase que no venía a cuento.
-Tendrás que pagar un alto precio.
-Vaya… –exclamé, sin que pudiera proseguir,
pues tomó la iniciativa para indicarme concisa: –no te equivoques. Rechaza lo
que estás pensando.
-Así, ¿no?... –se me ocurrió insinuar
sin demasiada determinación, no fuera a joderla de nuevo.
-No.
-Pues mil disculpas –me sentí forzado
a expresar, esperando caerle simpático.
-Lo estás, pero no olvides lo del alto
precio… Es por tu propio bien –.
No lo dudé, aquella forma de aceptar
mi compañía me empujó a aclararle: –me pareces muy críptica.
-¿Ah sí? –. Al mismo tiempo que seguía
mostrándose enigmática saludó a alguien que pasó por nuestro lado. Lo hizo con
elegancia, la misma con la que vestía.
-Sí –le respondí esperando que se
mostrara más abierta.
-Y claro, eso te gusta y te atrae y
sientes curiosidad.
-Pues…
De nuevo se apropió de la iniciativa.
-No tengas reparo en admitirlo. Pero
de todos modos, por hoy ya está bien. Llámame mañana… –y coreó con rapidez y en voz alta su número,
obligándome a memorizarlo con inesperada premura, para a continuación alejarse
añadiendo mientras se apartaba –… y veré qué te propongo.
No me permitió detenerla ni yo me
sentí capacitado para intentarlo. Pensé y estuve por decirme a mi mismo en voz
alta y de inmediato en: –además de bella e inteligente, propietaria de unas
piernas interminables, un cuerpo de ensueño y poseedora de una personalidad determinante,
vaya, una verdadera mina.
La seguí con la mirada mientras me
vino a la mente por primera vez en mi vida el término: mujer diosa y me habría
quedado absorto en su cuerpo sino hubiera aparecido Fede para liberarme de aquel
extraño magnetismo: –cuidado Arturo,
puede ser un mal bicho.
No dejé pasar la oportunidad de
interrogarlo y él se prestó, -solamente en cierta medida-, a responder mis
preguntas. Su nombre, Patricia, treinta y un años, crítica de arte y editora de
una revista muy exclusivista. Su relación, habían follado un par de veces en el
pasado, en realidad admitió, ella se lo había follado a él, hacía mucho tiempo,
luego permitió que fueran amigos y esa leal relación de amistad era lo que facilitaba
que Fede reuniera en sus presentaciones a gente del más alto nivel social y
económico. Ella, Patricia, lo ayudaba sin pedirle nada a cambio. No siempre
asistía a esas recepciones y cuando lo hacía, solía desaparecer pronto, más o
menos como aquella tarde noche. Su espectacularidad prosiguió Fede, “la basa en
su inteligencia y en esos ojos que te descarnan en cuanto te mira y si además
te sonríe, -como sólo ella sabe hacerlo-, devienes suyo para siempre. Da igual
lo que vista o con lo que se adorne, aunque suele hacerlo con lo más exclusivo
y elitista y por tanto lo más caro. Por tanto Arturo, mucho tiento”.
No compartí con mi amigo, -que con
teutónica precisión había descrito-, lo que me había sucedido. Le cuestioné:
“¿y cómo lo soluciono?” Él me dejó todavía más interesado en rendirme a los
encantos de aquella hermosa crítica cuando
me respondió: “alejándote y olvidándote de ella y sus hechizos de diosa”.
Opté por no enfrentarme ni confrontar
su opinión, di la callada por respuesta y me deslicé hacía otro corrillo de
gente atractiva. Creo que él no dejó de pensar que me acababa de convertir en
la nueva víctima de su apreciada amiga a la que había calificado como diosa, el
mismo término que había irrumpido en mi mente segundos antes.
A la mañana siguiente, tras pasar una
noche casi en vela, imaginándome que la tenía a mi lado y simulando toda clase
de argucias dialécticas para hacer mía aquella invisible presencia, la llamé a
las diez de la mañana, tal y como me había…¿ordenado?, sí, ordenado, no me
importa reconocerlo, que narices. Tardó en aparecer, de hecho no lo hizo hasta
repetir la llamada. Su voz me pareció lo más lindo que he escuchado nunca a las
diez de la mañana.
-Sí.
-Soy Arturo.
-Lo sé. ¿Qué quieres? – ¿No recordaba
su propia orden?
-Me dijiste que te llamara.
-…
-¿Te he molestado?
Tras un segundo que me pareció eterno,
respondió con una pregunta.
-¿Te apetece acompañarme esta tarde al
cine?
No esperó mi respuesta, añadió, antes
de cortar con un lacónico “hasta luego”, “te espero a las cinco”.
Faltaban cinco minutos cuando llamé a
su móvil. Su dirección me había llegado a través de un sms minutos después de
haber concluido la primera y escueta comunicación. Me respondió con una sola
palabra: “espérame”. Y naturalmente que la esperé, casi treinta minutos sin
atreverme a volverla a llamar. Estuve tentado de hacerlo en varias ocasiones,
pero no sé aclarar por qué no lo hice y debo confesar que si algo odio en este mundo,
es esperar. Soy impaciente por naturaleza y aún hoy no comprendo el motivo de
haber traicionado mis arraigadas convicciones, pero lo hice, algo que olvidé
tan pronto salió del umbral de aquella escalera. Joder, qué mujer. Espléndida
es poco, pero si además se disculpa siempre con una sonrisa como la que me
dedicó, no tuve ni cualquier otro tendrá otra opción que borrar del cerebro la
mala leche que como en mi caso había producido la larga espera.
Fui a darle dos besos y no los
rechazó, un detalle que interpreté como esperanzador, aunque he de reconocerlo,
no se disculpó por la tardanza. No le di importancia. Fue de inmediato que me indicó:
“ahora vamos a una cita. ¿Tienes el coche cerca?”
Naturalmente que lo tenía cerca, justo
al lado. Se acomodó y yo como alelado no supe interferir en su nueva
demostración de determinación aplicada a situaciones varias.
Cuando le pregunté dónde íbamos,
tampoco me atreví a señalarle que había adquirido entradas para la película que
acababan de estrenar y que estaba en boca de todo el mundo y que podíamos, si
nos demorábamos en esa inesperada cita, llegar tarde. Había querido sorprenderla
pero al parecer, ella había pensado lo mismo.
Me indicó entonces dónde debía
dirigirme y durante el trayecto ni ella habló ni a mí me socorrió mi proverbial
capacidad de presentarme ocurrente. Se
me venían a la mente infinidad de propuestas, pero de inmediato las rechazaba,
esperando encontrar aquella que considerara más adecuada para interesarla y no
parecer: absurdo, engreído, inoportuno, trivial, creído, estúpido, simple,
chistoso, advenedizo, supermotivado, rijoso, listillo, patético, etcétera,
etcétera, de modo que no abrí boca hasta que me indicó dónde podía aparcar el
coche. Lo hice y como siempre procuro hacer con todas las damas, me apresuré a
abrirle su puerta. Supuse que le gustó el detalle, pues de nuevo su magnética
sonrisa me lo hice creer.
Y de ese modo, caminando ni muy
veloces ni muy lentos hasta una cafetería de moda, llegamos hasta la mesa en la
que esperaba su cita. Me la presentó: Lucía, una amiga. Nos regalamos dos besos
y ambas se sentaron. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al hacerlo yo, me dijo
muy seria: – ¿qué haces?
No supe qué contestar hasta que, sin
dejar de observar como su amiga sonreía levemente, diría que en tono de burla
reprimida, se me ocurrió indicar: – ¿os dejo solas?
De nuevo me observó como si estuviera
fijando su atención en un dependiente estúpido para a continuación señalarme
claramente: –en absoluto. Quédate en pie y escucha atentamente, que luego igual
te pregunto.
Sinceramente os digo que estuve en un
tris de abofetearla allí mismo al tiempo de cagarme en su estirpe y en ella
misma, pero no pude, ni actuar con la violencia necesaria para salvaguardar mi
dignidad y tampoco para desaparecer para siempre de la vista de aquella cruel a
la vez que extraordinariamente bella y cautivadora criatura. Me quedé como
paralizado, bullendo en mi mente una ingente cantidad de pensamientos, la
mayoría inconexos y contradictorios y que era incapaz de ordenar, a pesar de
proponérmelo. Aquel terremoto de sensaciones convulsionaban en mi cabeza
provocándome una migraña extraña que por momentos interpreté como el preámbulo
a un inevitable ataque…epiléptico. Sin embargo no sucedió nada que pudiera
alarmar a los presentes en aquella cafetería, simplemente la pareja de ancianos
que tomaba té justo al lado de donde Patricia y Lucía departían sin mostrar
atención alguna por el estúpido que estaba observando y escuchando su trivial y
en ocasiones subida de tono conversación, parecieron cerciorarse de que asistían
en primer fila a un suceso de lo más llamativo y singular. No dejaron de
observarme y percibí en sus miradas, -que en ocasiones distraían mi atención de
aplicado subalterno-, una lástima hiriente en la mujer y un desprecio absoluto
en el hombre. Me posicioné con él, pues era lo más adecuado, sentir desprecio
por alguien tan obediente como un gusano vestido con un impecable traje de tres
mil euros.
Cuando se dieron por satisfechas y yo
comenzaba a sentir el dolor de mi inmovilidad física y mi desbaratada convulsión
mental, Patricia se levantó y sin intercambiar ningún beso con su amiga, me
hizo una seña con sus dedos para que la siguiera. Hubiera tenido que golpearla
con mi puño aplicándole mi mejor golpe de derecha, lo sé, pero en cambio la
seguí como si fuera su perrito faldero, pero sin ladrar como suelen hacerlo los
consentidos chuchos. Patricia no me dio tiempo, ni tampoco Lucía hizo nada por
evitarlo, para despedirme. Al salir a la calle, se volvió hacía mí y me dio un
beso cálido en los labios. Entendí que era mi recompensa y por un instante se
me ocurrió pensar, -pobre estúpido-, que aquel gesto era solamente el preámbulo
de lo que sería una memorable compensación. Me sentí confirmado cuando dijo: –y
ahora, a disfrutar del séptimo arte. ¿Tienes hecha tu elección?
La tenía hecha, pero no le gustó e
incluso decidió que nos dirigiéramos a otra sala distinta de la seleccionada a
priori por mí, es decir, mi sorpresa y las entradas, a la basura, por no decir a
la mierda. Más tarde, comprendí el motivo.
En el cine y acompañados de la
película de su elección, me permitió que le acariciara la mano, levemente, como
lo suelen hacer los adolescentes o supongo lo hacían. Me conmovió y ayudó a que
saliera de allí con un dolor de huevos natural en estos casos, aunque previamente
a finalizar el filme y cuando más dolorida tenía mi parte más íntima, se le
ocurrió que tenía que hacer algo por ella. Pensé obviamente, en lo que
cualquier hombre a punto de estallar hubiera pensado, pero se trataba de otro
asunto.
-Ve al servicio y vuelve con tus
calzoncillos en la mano.
-¿Qué?
-No te hagas el distraído. Me has
entendido perfectamente. Y date prisa. Hazlo antes de que finalice la película
y todos puedan verte con ellos y mojados en las manos.
Joder con la tía cabrona, pensé al
tiempo que apostillaba dejándome de nuevo perplejo: –y no pienses de mí lo que
estás pensando, que luego verás porque quiero que hagas eso.
Y tanto que lo vi. Al regresar, tras
de nuevo molestar al resto de la fila, ronroneando su malestar sin cortarse lo
más mínimo un par de señoras ancianas, me volvió a recibir con un nuevo beso en
los labios, cálido, diría que de enamorada y me volvió a ofrecer su suave mano.
Tomó los calzoncillos y cuando ya nos levantábamos para salir me susurró con
tanta dulzura que casi me caigo: –ahora, póntelos en el bolsillo derecho de la
chaqueta, pero procura que asomen.
Hija de puta.
-Y deja de pensar esas cosas tan feas,
cariño.
Queréis creeros que incluso consiguió
que de inmediato dejara de pensar esas cosas tan feas. Pues sí, lo consiguió.
Ya en el exterior, después de ser
observado con cierta malsana curiosidad por la mayoría de personas que caminaban
a nuestro lado e incluso oír algunos comentarios jocosos o despreciativos, cuando
estábamos a pocos pasos del parking en el que habíamos dejado el coche, recibió
una llamada. Aproveché mientras la atendía sin mostrar ninguna cortesía por su
acompañante, es decir yo, Arturo, esconder por fin mis calzoncillos en el
bolsillo de la chaqueta. Creo que se dio cuenta, pero ella siguió a lo suyo, e
incluso me permitió oír algunas de sus concisas respuestas, básicamente: “sí” y
“de acuerdo” y sobre todo, muchas y apreciables risas. Cuando cortó la
comunicación, su declaración me dejó de nuevo estupefacto.
-Mira Arturo. Tengo ganas de follar.
Realmente mis huevos comenzaron a
bailar samba en su bolsa escrotal, sólo hasta que añadió.
-Por tanto acompáñame a casa de Ahmed
y si no te importa, me esperas en el coche a que eche el par de polvos. Luego
me acompañas a casa. Presumo que estaré agotada.
En aquel momento, en que había oído
perfectamente su plan de viaje para las siguientes horas, mis huevos dejaron de
bailar deseando ser utilizados allí mismo para hacer una tortilla, pero de las
que nacen tras pasarlas por la sartén. Por fortuna, si es que a lo que me
estaba sucediendo se la puede calificar como tal, no me dio tiempo ni opción a
reaccionar, me tomó del brazo como si fuera mi esposa y me arrastró, -sin
forzar demasiado, lo reconozco-, hasta el vehículo. Cumplí como un cabronazo y
cuando al cabo de tres horas, de machacarme, no la polla, pues me lo había
dejado bien clarito cuando me secuestró las llaves del coche, que no lo gustan
los pajilleros, la vi aparecer, no me pareció satisfecha, ya que con una
agresividad impropia de quien acaba de echar dos polvos satisfactorios, me
espetó: –no quiero oírte en toda la noche. Había estado las tres horas
encerrado en el coche, esperando el momento de su llegada para primero ahogarla
y a continuación…, hasta aquí no había conseguido llegar en mi turbulenta
espera.
Al arrancar el motor, triste incluso
por verla tan cabreada, fue cuando comencé a tener conciencia de qué iba
aquello de pagar un alto precio y por fin capté que querían decir, ella y más tarde
Fede, con sus respectivas advertencias. Me vino entonces a la cabeza eso del
sadomasoquismo, del que tanto había oído hablar en los últimos tiempos y por lo
que en cierta medida me había interesado como una curiosidad más del momento en
que vivimos. El tono imperativo que en todo instante había utilizado desde que
nos conocimos, hubiera tenido que tomármelo como una premonición para evitar
ser atraído con la intensidad con que lo había sido sin dilación, pero no supe
interpretarlo o puede que me faltara experiencia en ese mundo alternativo del BDSM.
Error que poco a poco ha ido convirtiéndose en…
Al llegar frente a su portal, me tocó
animarla, no porque ella me lo exigiera,
sino porque me salió del alma. Hoy, cuando echo la vista atrás, sigo confirmándome
que en aquel momento, ya no me pertenecía, el alma, bueno, en realidad tampoco
el cuerpo.
ARTURO ROCA ®

Muy bueno, me encanta..
ResponderEliminaracabo de leer este primer capítulo y la verdad, me he quedado emboba@. Esta tarde me envian el libro y estoy ansios@ de poder abrirlo.
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