Mi sumisa, es una vampira.
IX
Nadie me pellizcó, talmente como si
quisieran llevar la contraria a esos deseos automáticos que me habían invadido,
quizá incluso para que siguiera taladrándome el cerebro con aquella intensa y
desconcertante vivencia propiciada por mi afán de soledad para concluir la
segunda parte de la historia de Patricia.
Mientras, la música no dejaba de sonar
y los allí presentes, desahogarse siguiendo las melodías, otrora rítmicas en
ocasiones bailables perfectamente arrullados los cuerpos.
Fue una de esas lentas composiciones
con la que me solicitó la princesa Alfano me convirtiera en su pareja. La seguí
y no desaprovechó el momento para continuar explicándome cuál iba a ser mi
destino, el que la Reina Amanda
me había anticipado minutos antes.
-Voy a intentar que sea yo y no
cualquiera de esas brujas vampiras que tanto se fijan en ti, la que se
convierta en tu Pigmalión, para que de ese modo, tan pronto descubras que
nuestro mundo te puede ofrecer lo que jamás imaginaste, sea yo la que te
traslade, tras sorber tu sangre, a nuestra excepcional circunstancia.
Quise desterrar lo que me vino a la
cabeza, dispuesto a que no lograra hacerse con ello la bailarina que tan
perfectas realizaba las maniobras danzantes, pero no lo lograba a pesar de forzar
de forma extenuante a mis neuronas. Ella en cambio, supuse que compasiva y en
cierto modo también dispuesta a ser no solo mi mentora sino quizá mi particular
reina vampírica, me sonrió, condescendiente.
-No sufras. Ya te lo indiqué, solo
ocurrirá cuando realmente estés preparado, pero convéncete escritor, no se
puede luchar contra nuestro omnímodo poder.
Casi al final de la melodía, nos
interrumpió el fulano que andaba vestido con hábito de monje y que alguien me
había indicado era San Antonio Abad, el que retrató en varios lienzos el Bosco.
-Arrepiéntete malvado…–me escupió a la
cara, con expresión de muy pocos amigos.
-Tu final está cerca –sentenció
implacable.
La princesa me sostuvo con mayor
firmeza, creyendo que quizá aquel personaje me iba a impresionar de tal forma
que necesitaría de su ayuda, pero a diferencia de otros momentos de aquella
inusitada velada, me mantuve firme, aunque tampoco sabría explicar la razón.
No fue hasta que irrumpió en sonoras y
estridentes carcajadas aquel tipejo que tanto mal parecía desearme, que me
convencí que estaba siendo el foco de múltiples intentos por desestabilizar lo
poco o casi nada que debía quedarme por aquel entonces, de mi proverbial
compostura ante las situaciones más variopintas.
La música se detuvo y aquellas
tremendas, horribles carcajadas, se adueñaron de todo el espacio colindante
rebotando contra las montañas, las paredes de la ermita, los árboles, las
tumbas y lápidas incrementando el sonido hasta hacerlo insostenible. Un eco,
casi demoníaco.
Me tapé los oídos en un acto no solo
reflejo, convencido que de no hacerlo, me iba a quedar sordo como Beethoven.
Fue entonces cuando en mi cabeza
comenzaron a oírse no solo aquellos estruendosos rebotes de carcajadas, también
se inundó mi mente de las risas escalofriantes de la mayoría de los presentes y
a la vez, de las melodías que habían estado sonando hasta entonces para que los
presentes bailaran sin mesura.
Temí volverme loco y Patricia, que se
había acercado hasta donde me hallaba, en cierto modo cobijado por los brazos
de la princesa, también me pareció presa de aquel enloquecido paroxismo, con
amelia y perla a sus pies, lamiéndoselos hasta llegar a su cadera, componiendo
la prístina imagen de unas perras enceladas, con el aroma de su dueña.
Fue entonces cuando la princesa,
tomándome de la mano, logró elevarme del suelo, junto a ella, llevándome a
alcanzar una altura en la que el silencio además del frío helor de la noche, todo
lo dominaba. Me estrechó al sentir mis tembleques, obra del frío y en cierto modo,
del pavor, por verme sobre las cabezas de aquellos todavía risueños personajes
de ultratumba, que no dejaban de reír y observarnos, quizá esperando presenciar
el momento en que la magia de la princesa me traicionara.
Se me ocurrió entonces indicarle a mí en
cierto modo salvadora: – ¿siempre es algo parecido?
Me miró procurando mostrarme embeleso
y sonrió y creo que fue aquel gesto el que me regaló calor suficiente para que
los temblores desaparecieran y a la vez me sintiera acogido por ese dulzor mágico
de los momentos más preciados de esta extraña existencia de los humanos.
Y fue entonces cuando mi mente quedó
en blanco, libre y a la vez huérfana de esos pensamientos que en todo momento
nos tienen apresados, ya sean cuales sean. Lo percibí y no pude sustraerme, se
lo indiqué a mi acompañante.
-No soy capaz de pensar en nada. ¿Es
obra tuya, princesa?
Su respuesta fue el inició de mi
periplo por la infinidad de tentaciones para que deviniera uno más de ellos, que
me llegarían a partir de aquel instante, aunque en realidad y desde el primer
momento en que apareció la vampira que manifestó desear convertirse en mi
sumisa, se había ya iniciado, aunque sin yo percibirlo claramente.
-Es otra de nuestras capacidades,
escritor, poder dejar la mente realmente en blanco, no del modo como os gusta a
los humanos describir, algo que en realidad no es cierto ni os sucede, pues
vosotros, no podéis por más que lo intentéis, sustraeros a vuestras neuronas,
que gustan de perseguiros con toda clase de ideas, ya sean cuerdas, delirantes
locuras o simplemente esperpénticas.
> ¿Te agrada?
Joder si me agradaba. ¿Poder dejar la
mente realmente en blanco? Una pasada me dije, aun y teniendo en cuenta que era
en aquel instante que había podido experimentarlo por primera vez en toda su
magnitud.
-Pero no creas. No es fácil acomodarse
a ello, puesto que estáis acostumbrados a tener siempre algo a lo que agarraros,
incluso en los peores momentos. Imagina pues si no te permito durante varios
minutos, que tu mente genere pensamiento alguno. Es posible que aún sin
quererlo, enloquezcas.
Y lo comprobé sin más dilación.
Sentirme vacío, nulo, en blanco solemos decir los humanos, y el hecho parecía
taladrarme, incluso provocarme dolor de cabeza.
Fue en ese momento que se rió.
-Ya empiezas a padecerlo, ¿verdad?
No podía responderle o si lo hice no
recuerdo qué le dije, talmente como si mi mente no me perteneciera, como si no
pudiera generar nada en forma de palabras y frases.
Siguió aquella escalofriante risa de
mi acompañante, en realidad el ser que me sustentaba en el aire, alejada de los
que en el suelo parecían mofarse o querer incordiarme con sus miradas y
carcajadas.
Nada era capaz de pensar, nada me
pasaba por la mente y supongo que compadecida de mi evidente malestar, optó la
princesa por regresarme a la cabaña.
Ni un segundo tardamos en estar
sentados frente al fuego incandescente de la chimenea.
Me tomó las manos y entonces pude
sentir que mi cabeza volvía a estar activa, que mi mente generaba ideas,
pensamientos, sensaciones, frases.
Fue de inmediato que no pude evitar
referírselo, empleando al artilugio dialéctico apropiado.
-Pero dime, princesa, ¿qué queréis
realmente de mi? ¿Solo que me convierta en vuestro narrador oficial?
Se incorporó y mirándome con cierta
languidez a los ojos me respondió.
-Por esta noche, ya has tenido
bastante, escritor. Ahora llega el premio que la Reina considera te has
ganado. Disfruta pues de tus esclavas, de esa sumisa vampira gracias a la que,
te hemos descubierto.
Desapareció la princesa Alfano y en su
lugar vi emerger de la nada, a amelia y perla, desnudas y hermosas y eso sí, encorsetadas
en unos arneses de cuero que se amoldaban a la perfección a sus bellas y
excitantes figuras. Se postraron ambas a mis pies y solamente cuando Patricia
hizo acto de presencia como si fuera ya una más de entre aquel enjambre de
mágicos personajes, para indicarme que necesitaba descansar y a la vez me
exhortaba a gozar de mis pertenencias hu…, vampíricas se corrigió de inmediato,
pude comenzar a sentirme suficientemente relajado para seguir sus insinuaciones,
en realidad: indicaciones. Obsta no indicar que también ayudaron las dos adorables
esclavas con sus gestos y acciones, dirigidas a hacerme sentir el ser más
afortunado de cuantos han existido y existirán.
Me imaginé que era un sueño imposible
lo que estaba experimentando entre las expertas manos y lenguas de aquellas
doncellas que lo fueron sin duda en otros tiempos, quizá ya muy lejanos para
amelia, pero pronto y de nuevo, mi mente dejó de pensar, únicamente fue mi epidermis,
toda ella, la que comenzó a gozar de esas sensaciones tan desconcertantes que
las aplicadas esclavas me obsequiaban, pues no llegaban a mi mente, pero os lo
aseguro, las sentía mucho más que si lo hicieran.
(Continuara…)
Arturo Roca
(31/10/2016)
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