viernes, 21 de octubre de 2016

MI SUMISA ES UNA VAMPIRA (VIII)

Mi sumisa, es una vampira.

VIII

-¿Quién era esa rubia despampanante? –me lanzó una excitada Patricia.
> ¿No pensarás en sustituirme? –agregó sin ocultar su enfado.
> Porque no estoy dispuesta a ser un juguete en tus manos. No olvides que el poco o mucho éxito logrado, me lo debes.
Sin abrir la boca y sin mostrarle desacuerdo ni certeza se estaba regodeando conmigo y a su lado, en actitud pasiva, incluso sometida, mis dos nuevas sumisas.
Me pareció justo intervenir para cuanto menos paliar en parte mi maltratada dignidad de…
-Tranquila Patricia. Como tú hasta hoy, no tengo a ninguna y además, ya sabes que quiero concluir la segunda parte de tu historia.
Mi intervención le pareció adecuada, por lo que…
-Mira, he pensado que quizá sería bueno darles cabida a esa gente.
-¿Esa gente? –me atreví a cuestionar.
-Sí hombre, los vampiros, pero de vampiras, las menos, ya sabes que soy celosa como nadie aunque te empeñes en disfrazarme de mujer liberal a la que nada le afecta y además, fría como el témpano.
Jamás pensé en Patricia como una mujer celosa aunque sí muy posesiva de sus pertenencias aunque no necesitara demostrarlo ni en los peores momentos de la historia en la que le di vida.
-¿Te gustaría realmente compartir protagonismo con esos…personajes? –se me ocurrió preguntarle, procurando que creyera con mi tono que no daba crédito a su capricho.
Se acercó entonces Boscano sin que lo advirtiéramos, ni ella ni yo mismo. Llegó acompañado de la Reina Amanda. No se cortaron en intermediar de inmediato.
-La Reina tiene interés en comentarte algo –me refirió el personaje rosáceo.
-Así es, escritor –complementó ella.
-Pues diga usted, excelencia.
No sabía a ciencia cierta como debe ser tratada una supuesta reina de vampiros y vampiras, por lo que opté por el término que me vino primero a la mente.
-Majestad –me corrigió de inmediato el rosáceo.
-Da igual, la cortesía y modales no parecen ser innatos en él –refirió sin acritud la Reina dirigiéndose a Boscano.
-Lo primero… –prosiguió Amanda –…aléjate de Alfano. Puede ser temible si se le pone entre ceja y ceja sorberte.
Recordé que me lo había propuesto minutos antes.
-Trae muchas ventajas el que te lo hagan, pero debes estar seguro antes de acceder a ello. Podría no ser de tu agrado lo que ello significaría en tu eternidad.
Joder me vino a la cabeza. El término eternidad siempre me ha preocupado, incluso lo he temido.
De nuevo el pensar volvió a darles ventaja a esos seres que algunos señalan como del inframundo.
-Lo sé, escritor, de hecho, también lo sabe la princesa Alfano. No temes morir. En realidad lo aceptas como el mal menor o quizá superior para poder abandonar este valle de lágrimas cuando el cuerpo y sobre todo el alma, está cansada, hastiada incluso.
Se tomó un respiro, supuse que para que yo asimilara aquel concepto tan clarividente que de nuevo intuí, solo me afectaba a mi, puesto que ni la Reina, ni el rosáceo, ni mis dos sumisas, esperaban a la Parca en los siguientes infinitos siglos y por ende, tampoco Patricia Tregnant, mi protagonista de novela, que a fuerza de manipularme podía lograr que tras una segunda parte siguiera con las múltiples entregas de su vida ficcionada y como final, añadir la mágica frase de: “y vivió una eterna eternidad”, para que se quedara tranquila y sobre todo, satisfecha.
Se me vino entonces a la mente, preguntarle a la Reina: – ¿soy el único mortal esta noche entre ustedes?  
Una sonora y también estridente carcajada pareció elevarse por encima de la música que estaba sonando en aquel instante, un funky eléctrico que lograba convulsionar hasta los más ancianos vampiros y vampiras.
No supe entender a qué venía aquella reacción por lo que tuvo que aclarármela el que parecía ser secretario de la Reina, tan rosáceo como el colorete que cubría el gélido rostro de la Dama.
Fue en aquel instante que reapareció la princesa Alfano, del brazo de un joven moreno que realmente podía haber pasado por modelo de las mejores pasarelas de Nueva York o Milán, Londres o París. Un verdadero tipazo y de una elegancia supina, enfundando aquel vertiginoso cuerpo de revista. ¿Y qué decir del perfil apolíneo? Quise evitarlo para no ser prejuzgado, pero no logré desprenderme de ese pensamiento tan prístino: “cabrón, cómo me habría gustado ser tú”.
Prejuzgué que lo habría leído, al igual que me leían todos mis pensamientos, por nimios que fueran, ya que el Adonis se acercó sonriendo y dirigiendo su expresión, básicamente a mí, quizá para regodearse de que lo envidiara tanto un ser tan justito de belleza masculina.
-Vaya, mi amada princesa –manifestó entonces la Reina, aprovechando el señalamiento para darle dos besos en los labios a Alfano. Ésta no los rechazó sino que los aceptó con efusivo apasionamiento, tanto que mi organismo más íntimo pareció querer reaccionar, para con toda seguridad indicar que aquella escena era digna de ser gozada de distintas maneras.
Cuando se apartaron aquel par de labios tan seductores, la princesa refirió: – ¿ya te ha comentado mi amada Reina, cuál va a ser tu papel entre nosotras, las Dueñas de la vida y de la muerte?
Recordé entonces aun y a pesar de intentar reprimirme, que sí, que los vampiros podían sumir en una muerte definitiva a los seres humanos o eso señalaban los libros y películas que los tenían por protagonistas. Me estremecí, ya que no esperaba que mi hora final llegara gracias a alguien tan deseable como aquellas dos Damas que al parecer poseían sangre azul a pesar de que su alimento favorito y único era la de color rojo.
-Pues bien Arturo. Queremos dos cosas de ti. Y damos por hecho que las puedes realizar y que además, no te vas a negar en obsequiárnoslas.
Me hizo pensar ese término en mi desgracia de los últimos años. Sin duda, fueran cuales fueran esas cosas, no pensaban pagarme por ellas, por tanto, de nuevo sin un chavo en el bolsillo y la cuenta corriente del banco, rojiza como la sangre que a esas Damas parecía alimentarlas en pos de mantener y disfrutar de sus prebendas aristocráticas, aunque no heredadas según dicen todos los monarcas pasados presentes y futuros, por la gracia de Dios y ya sabéis, cada cuál haciendo referencia a su particular Deidad.
Miré a Patricia, que parecía estar más interesada que yo mismo en las peticiones que en un segundo iban a cambiar por completo mi vida.
Ella entonces también me observó, pero encadenada por algún maleficio, sin duda obra del poder de mis anfitrionas, se mantuvo inerme, expectante pero en silencio, algo poco o mejor, nada usual en ella.
-No te impediremos morir, de ningún modo, pero como contrapartida por nuestra bondad vampiril, tendrás que ser nuestro escritor de cabecera. Es decir, te pondrás a nuestro servicio para narrar nuestras hazañas, nuestros anhelos, nuestras vidas, en definitiva, –lo que nos salga del coño –lanzó la Reina intentando complementar la perorata que acababa de soltar la princesa Alfano.
Me sentí presa y preso, todo a la vez, de aquellas mujeres y sus apetencias, y de pronto me imaginé apresado, es decir, preso, en aquella ermita y su cementerio, rogando para que mi hora final llegara y procurando que mis ruegos no fueran descubiertos por ellas o por alguno de sus secuaces que con todo probabilidad leerían constantemente mi cerebro para irles con el chivatazo a la Reina o a la Princesa.
Miré entonces a Patricia, esperando que fuera un personaje de ficción el que me sacara de aquel entramado que daba ya por hecho, era un verdadero atolladero, pero de nuevo fue la princesa la que tomó las riendas de mi desesperación.
-Y no desesperes, escritor. No va a ser tan mala tu existencia. Porque de hecho, y eso sí que es un secreto que bajo ningún concepto debes revelar, nosotras, las vampiras, mucho más que ellos, poseemos la capacidad de reencarnarnos a nuestro gusto y deseo, en humanas, es decir, en seres humanos que podemos ir y venir por el tiempo y la historia a nuestro antojo.
Creo que me quedé petrificado, algo parecido a lo que le ocurrió al santo varón Job en el Antiguo Testamento. Fue entonces la Reina la que me volvió a la realidad, la extraña, desconcertante, pavorosa realidad.
-Pero no alimentes ese miedo que te está atenazando y ya casi te tiene conquistado. Tu vida se realzará, pues con nuestra ayuda y antojos, llegarás a la cúspide. Puede que entonces cambies por completo de opinión, escritor.
No lograba, a pesar de taladrarme el cerebro, entender a qué se estaba refiriendo. De nuevo me lo aclaró la princesa.
-Se refiere la Reina, a tu muerte. Quizá ya no la veas como solución a la decrepitud propia del cuerpo y mente. Ya sabes, la codicia de los humanos cuando gozan del poder de vivir por encima de los demás, de la posibilidad de lograr todo aquello que en algún momento han ambicionado, porque aunque no te lo creas, el éxito hará de ti un ser, quizá incluso despreciable. Pero no te asustes, a tu lado estaremos nosotras para remediarlo y siempre podrás suplicarnos sin mesura alguna, que te convirtamos en uno más de los nuestros, pero recuerda, aunque te tengamos respeto, incluso admiración, si nos lo ruegas, lo haremos, pero nunca con el mismo poder que poseemos las vampiras por encima de los vampiros macho, heredado de la gran Emperatriz Lilith.
Le rogué entonces a alguien, aunque solo con el pensamiento, pues sabía de antemano que todos los allí presentes, incluso Patricia, sabrían leerme la mente, que me pellizcara, y que lo hiciera con dureza, con suficiente fuerza para que sintiera dolor del bueno, es decir, ese que logra que los masoquistas se corran. Esperaba no hacerlo, correrme, no fueran a creer las bellas Damas, algunas Dominantes y otras sumisas con tendencia a convertirse en mis esclavas, que ya les estaba suplicando engrosar su mundo, como uno más.
   
(Continuara…)
Arturo Roca

(21/10/2016)

jueves, 13 de octubre de 2016

MI SUMISA ES UNA VAMPIRA (VII)

Mi sumisa, es una vampira.

VII

De pronto me vi volando por encima la montaña, sujetadas mis manos por Amelia y Perla. Fue excepcional aquel corto, porque en realidad no duró prácticamente nada, vuelo. Tuve tiempo, eso sí, de fijarme en las estrellas, de respirar el frío aire de la noche, de sentirme Dios en medio de aquellas dos beldades que me sujetaban con no demasiada fuerza pero que en ningún instante me impidió no sentirme plenamente seguro.
Aterrizamos sin problema alguno junto al cementerio y allí ya pude comprobar lo que me esperaba. Una ingente cantidad de hombres y mujeres ataviados con toda clase de indumentarias en cuanto a esplendor, edad y moda. Los y las había que vestían prendas de cuero negro, otras y otros con vestidos estilo Luís XIV, ellos con largas pelucas, ellas portando sombreros de ala majestuosos. También me vi frente a personajes enfundados en chaqués, en fracs y ellas en vestidos de tafetán, sedas varias, realmente un dispendio de armonías estéticas y cromáticas, una sofisticada elegancia en algunos de ellos y ellas que realmente se enfrentaba con cierta hostilidad a aquellos rostros que en la mayoría de los casos no lograban ocultar a pesar de sus maquillajes, los años o la poca vigorosidad tal y como la entendemos los humanos que no hemos pasado por trances de salud rechazables.
Fue entonces, en aquel instante, en que mis dos acompañantes me pidieron autorización para saludar a conocidos, que se acercó aquel tipo. Vestía unas prendas de seda, chaqueta larga y pantalones abombados de color rosa, sobre una camisa también del mismo tono cromático. Tampoco los trabajados zapatos desdeñaban aquel mismo color. No obstante, eran diferentes tonalidades del rosa con el que iba majestuosamente ataviado. Me intrigó aquella vestimenta y no tardé nada en encontrarme ante la respuesta que él mismo me ofreció.
-Buenas noches, caballero. Mi nombre es Boscano.
Le ofrecí intentando parecer extremamente cortés, el mío tras lo que él prosiguió.
-He captado que está interesado en dilucidar el motivo de mi vestimenta. Me refiero al color. Pues desdéñelo, no soy homosexual, aunque sí es cierto que no quise desperdiciar una oportunidad que el destino fijó para mi cuando un joven doncel de diecisiete años me ofreció su cuello.
Me temí de inmediato lo peor, dando por hecho que aquella noche quizá buscaba que el destino le pusiera en su camino el cuello de un sesentón.
Se rió de inmediato. Una risa acogedora y realmente simpática.
-No hombre, no. No quiero morderle, además, está prohibido por la Reina Amanda. Probablemente ya tiene pensado su futuro, caballero.
“Joder” me vino a la cabeza.
De nuevo rió, esta vez con mayor ahínco.
-Tampoco, señor. Nada de lo que le ha pasado por la cabeza es lo que le espera. Pero atienda.
Simulé tranquilizarme. Creo que no fui demasiado convincente.
-Visto así, por mi maestro.
Parecía haberse olvidado de mis angustias, de momento presupuse.
-Mi gran y admirado maestro.
Parecía estar esperando que reaccionara.
Por fin lo hice.
-¿Y su maestro es…?
-Fue, elegante caballero.
Me forzó aquel elogio a observarme. Pues sí, era cierto, Como por arte de…, supuse que de la capacidad por lograr sin esfuerzo lo deseado por  los vampiros, vestía un chaqué que me iba que ni pintado. ¿Y cuándo me había ataviado de aquella elegante guisa?
-No se atormente. Y sí, mi maestro fue un gran maestro. Trabajé durante años en su taller, junto a él y su maestría.
Me estaba empezando a poner de los nervios con tanto maestro y encima, lo del chaqué.
-El Bosco.
Me costó situarme, de modo que volvió a ayudarme.
-El gran maestro que tanto estudio ha suscitado. Y mire, por allí aparece San Antonio Abad. Lo pintó en diferentes ocasiones.
Fijé mi atención hacía el punto que me indicaba el Boscano y sí, era cierto, un monje con hábito para nada relacionado con las elegantes indumentarias de la mayoría de los presentes, aparecía a lo lejos, con una cruz de madera en sus manos.
No entendía nada. ¿Invitaban los vampiros a personajes religiosos para que violentaran sus festejos? ¿O acaso lo hacían para seguir torturándolos con sus maldades?
De nuevo fue el Boscano el que respondió.
-En absoluto, caballero. Se trata de un requerimiento especial de la Reina Amanda.
Realmente me estaban sometiendo a una dura e intransigente vivencia.
Quiso aclarármelo.
-No es el verdadero santo, es uno de los nuestros, que gusta de disfrazarse, para atemorizar con ese juguetito a los más jóvenes e inexpertos.
Comenzó entonces a sonar una música muy enriquecedora. Un minué que emanaba de la zona más cercana al edificio de la ermita. Consiguió el sonido que muchos de los presentes se lanzaran a danzar, cogidos de sus manos hombres y mujeres y siguiendo los estrictos cánones de las danzas del dieciocho. También el Boscano se unió al grupo.
Me quedé observando, apartándome del circuito que reseguían en sus cuidadosos movimientos, aquel uniforme conjunto de danzantes. Fue entonces cuando se me acercó una mujer joven, rubia y con larga melena de cabello lacio. Sus ojos me parecieron azules y fríos como el hielo. Me miró y sonrió antes de ofrecerme su escuálida y blanquecina mano. La besé obviamente y con mi gesto apareció su voz, un timbre que imantaba a pesar de la lejanía con que se hacía presente.
-Alfano. La princesa Alfano.
Me asusté, lo reconozco, sobre todo porque me sentí tan atraído por aquella voz e imagen que me dio por pensar que si a ella le apetecía engullir toda mi sangre, nada opondría a su deseo. Pero no era mi sangre lo que al parecer la había llevado hasta mí.
-Quiero que escribas sobre el tango.
Mi expresión de desconcierto la forzó a aclararse.
-¿No conoces el tango?
-¿El de Argentina? –le propuse un tanto nervioso.
-¿Existe algún otro, escritor?
Me fijé entonces en que entre el grupo de danzarines permanecía una pletórica Patricia acompañando a un hombre alto, quizá más de dos metros. Vestía ella un vestido azul de tul y su hermosa melena se regocijaba de ondularse coqueta y femenina al viento tras cada movimiento. Me pareció espléndida.
-¿Tu estrella? –oí que me cuestionaba la rubia Alfano.
Ante mi dubitación ella prosiguió.
-Sería una espléndida princesa de las tinieblas. ¿Se lo has propuesto o se lo propondrás?
Aquel modo de cuestionar el planteamiento me molestó lo suficiente para que aquella mujer enigmática a la vez que atractiva se riera.
-Ya veo. Sigues pensando que eres tú su Dueño.
-Lo soy –le respondí sin remordimiento alguno por mostrar mi alteración.
>Lo soy y lo seguiré siendo, siempre –apostillé al tiempo que ella me tomaba por la cintura a la vez que acercaba su boca a la mía.
-¿Eso crees, escritor?
-Sí, lo creo, por completo –me atreví aun temiendo su reacción.
Su risa fue en aumento y me pareció que era el preludio de mi final como ser humano que tiene a la muerte como a su conclusión vital.
Me besó en los labios, dejándome totalmente anonadado al percibir una quemazón parecida a la que propone el hielo cuando lo paseas por tus zonas más sensibles.
-Eres cómico aunque también me pareces mimosito –me largó al despegárseme.
Nunca en mi vida nadie, me había calificado con aquellos dos adjetivos. Se lo comenté.
-Lo sé. De ti, lo sabemos todo. Es nuestra gran ventaja. Saberlo todo de vosotros, ilusos e ingenuos petimetres.
Me asusté y me molestó, todo al mismo tiempo. No sabía por cual de las dos sensaciones inclinarme. Me ayudó ella.
-Mejor asústate, sobre todo si la Reina sigue empeñada en lo que tiene in mente para ti.
Me jodía que aquellos seres que por momentos me parecían amigables y en otros me hacían temer lo peor, tuvieran capacidades desconocidas por mí. Fui a comentárselo. Ella de nuevo se me avanzó, como lo había hecho anteriormente el Boscano.
-Pues si te jode que no poseas esas habilidades, déjame que te sorba. Luego, serás como yo y los demás.
Se me pasó por la cabeza, en el instante en que la música del dieciocho dejó de sonar apareciendo en su lugar un estridente rock and roll, dejarme tentar por aquella atrayente tentación. Alfano no me dio opción a que se lo manifestara pues se apartó enloquecida de mi lado. La vi comenzar a brincar y realizar todo tipo de piruetas junto al tipo que había observado minutos antes junto a Patricia. Fue entonces cuando mi protagonista se me acercó, sudorosa pero muy satisfecha. Con ella, Perla y Amelia.  
    
   
(Continuara…)
Arturo Roca

(13/10/2016)