CHIENNE DAISY
Hacia varias semanas que la estaba
educando a través del correo electrónico y sinceramente, tenía deseos de que
nos conociéramos en persona y comprobar si todo lo que me manifestaba era
cierto. Si ese afán por ser mi perra esclava no era una fantasía de esas que
mientras no te afectan en lo real logran que goces momentos inenarrables de
perversión y morbosidad que te ayudan a disfrutar de orgasmos especiales, a
veces incluso únicos. Por tanto la cité en la cafetería de la estación del Sur,
aquel viernes al atardecer en que había arribado a Valencia horas antes, el
tiempo suficiente para dirigirme a “Nous sommes femmes” y comprobar que
realmente trabaja en esa tienda. La observé durante pocos minutos, los
necesarios para asumir que se trata de un ejemplar de hembra al que podía
sacarle un enorme jugo como esclava, pues posee todos los atributos para
convertirla en una perra apreciable y sin duda útil, a mi y sobre todo a sus
afanes, -si eran sinceros-, de vivir como esclava sometida a los caprichos de
un Amo que supiera sacar de ella lo más profundo y verdadero de su alma sumisa.
La percibí, los pocos minutos que la
estuve observando, nerviosa, prueba irrefutable que temía lo que se encontraría
horas más tarde, cuando cumpliera con mi mandato, esperarme en una mesa de la
terraza de aquella cafetería de la estación, a las nueve en punto. Yo,
expresamente, me retrasaría, para alterar todavía más su ansiedad.
Por fin me acerqué a las nueve y
quince minutos. No quise demorarme más, hubiera podido causarle un nivel de nerviosismo
que más tarde la habría afectado de forma inadecuada en el resto de pruebas a
que iba a someterla.
Me senté en la mesa y mi presentación
fue la idónea.
-Buenas noches, ma chienne daisy.
Se alteró al instante. Creo que por haber
oído de mi profunda voz aquel nombre con el que la había bautizado días antes y
por conocer por fin al que según confesaba por la red, era su Dueño, el Amo al
que estaba dispuesta a entregarse y servir.
-Tranquila, ma petite chienne.
Opté en esta segunda frase, por no
utilizar el término perra. Preferí hacerlo en francés, mi lengua fetiche. La
primera vez ya la había oído una pareja de mujeres de más de cuarenta que a
partir de aquel instante no dejarían de curiosear en dirección a mi perra.
Ella, alterada, -lo tuve claro-, casi a
punto de estallar. Creí necesario entonces, tranquilizarla, totalmente. El
mejor modo, ofreciéndole mi mano. Se agarró a ella como si estuviera a punto de
caer por un precipicio y esa fornida mano fuera el único sostén que podía
impedir desapareciera en el fondo del agujero negro y oscuro que debía suponer
para ella el estar ante su Dueño en presencia de seres anónimos pero que
fijaban su atención en ambos, aunque con más detalle en ella.
Cuando interpreté que comenzaba a sentirse
más segura, hice un gesto a la camarera. Se acercó rauda, como si estuviera
esperando mi llamada.
-¿Sí?
-Trae un cortado y ¿para ti?
No sabía qué pedir. Como si la voz le
hubiera desaparecido de pronto, se mantuvo en silencio.
-Para ella, un coñac.
Era una petición inusual y la
expresión de la camarera me lo dio a entender, pero no rectifiqué, mi perra iba
a necesitarlo en cuanto la llevara al punto de estupefacción al que tenía
pensado acompañarla.
-Esta tarde te he estado observando
–le indiqué.
De nuevo pareció alterarse.
-Pero serénate. Me has parecido la
vendedora eficiente que te he ordenado quiero que seas. Muy bien con la señora
del vestido azul. ¿Cuánto ha comprado? En euros.
-Casi trescientos…señor.
Le había costado decirlo, prueba
inequívoca que se sentía intimidada a la vez que inclinada a desde un primer
instante, mostrarme su entrega. De todos modos ese último vocablo lo dijo casi
de forma imperceptible. Interpreté que las curiosas de nuestro lado, no lo
habían captado.
-Eres eficiente, y todavía lo vas a
ser más. Mi batuta te llevará a altas cotas de eficacia, esclava.
Éste sí que pudieron oírlo
perfectamente. Daisy se sonrojó y bajó su mirada al tiempo que aparecía la
camarera con mi pedido, el coñac para ella y el cortado para mí.
-Bebe –le ordené.
Y cuando iba a hacerlo se me ocurrió
tensar todavía más la vivencia.
-Pero antes, ¿qué debe hacer una
esclava?
Captó mi mensaje encriptado y por
tanto dejó la copa sobre la mesa y tomando el sobre del azúcar, lo abrió y
depositó en la taza. Comenzó a mover la cucharilla, nerviosa desde luego. Yo la
observaba y ella se sentía desnuda, estoy seguro, imperfecta, acosada por
aquella presionante tensión, el cumplir con su obligación de servidora fiel a
la vez que estaba siendo escrutada por su Dueño y unos anónimos testigos de su imperfecta
todavía, sumisión.
-Ahora ya puedes beber, esclava.
De nuevo aquel término inundó la
cabeza de mi perra y como no de las dos curiosas que supuse que en aquel
instante ya debían tener sus sexos tan empapados como mi perra.
Daisy obedeció y el ardor de aquel
brandy propició que carraspeara.
Antes que concluyera su alteración, le
indiqué que me entregara el bolso.
Con dificultad por la tos, me lo
ofreció. Lo abrí y pude comprobar que había obedecido mis indicaciones. El
collar y un tanga, negro. Quise forzarla a sentirse todavía más perra. Saqué
ambos elementos del interior del bolso. Se los mostré. No pudo evitar tener que
beber de nuevo, pero esta vez, antes incluso de que el líquido inundara su
garganta, comenzó a toser, casi compulsivamente.
No le permití que con aquella
limitación retardara lo que tenía in mente, por lo que me acerqué a su cuello y
le coloqué el collar que un segundo antes había abierto. Se lo ajusté sin
atender que su nerviosismo y alteración eran evidentes. Y aún fui más lejos.
-Las piernas.
Entendió perfectamente, por lo que las
separó de inmediato. Seguía con la mirada al suelo, avergonzada sin duda de
todo lo que estaba viviendo, pero lo que no podía evitar era que yo percibiera
el aroma de sus jugos, esos líquidos que ya inundaban su vagina, todo su sexo,
prueba irrefutable de que estaba gozando como lo que ha reconocido quiere ser
para mi, una dócil y obediente perra, una esclava aplicada, una puta viciosa amante
de los más creativos y originales castigos y experiencias sexuales. Yo se los
daré, de hecho me ha confirmado de muchas formas que ya, antes de conocerme en
persona, los está sintiendo.
Fue entonces cuando me giré a las dos
mujeres.
-Sí, es mi esclava, ¿algún
inconveniente?
No les di tiempo a responderme ni a
liberarse de aquella perplejidad que lo presenciado les había propiciado.
Me levanté y mi perra me siguió. Fue
entonces que le pasé mi brazo por su cintura, para que en ningún instante se
sintiera desvalida, para que no temiera caer al suelo, para que se supiera
protegida por su Señor. Se apoyó en mí para caminar sin trastabillarse o
tropezar.
-Ahora vamos a mi habitación. Esta
noche comenzará tu domesticación. Haré de ti un animal sumiso, único, excepcional.
Pero no lo dudes, si quieres abandonar en este instante tu aprendizaje, dímelo,
o mejor, ve en dirección contraria a la mía. Jamás te lo reprocharé.
Como respuesta obtuve su aferramiento.
Se abrazó a mí y apoyó su cabeza sobre mi hombro.
Sobreentendí que su deseo era seguir
adelante. No podía por tanto defraudarla, en aquel mismo instante supe que mi
misión en la vida era hacer de ella lo que había soñado tantas noches de
soledad en su cama, lo que en su interior de sumisa deseaba fervientemente y que
por fin podía llevarlo a cabo de la mano del hombre que por extraña casualidad se había cruzado en su twitter un ya lejano
día de hacía varios meses.
Arturo Roca ®
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