SAL
Y PIMIENTA
(Nuestro
festín de cada día)
Es lo que me gustaría, pero no creo
que sea posible disfrutarlo a diario, aunque cuando acontece…
A mi amada le gusta el sol, mucho y su
cuerpo entero bronceado por igual, lo atestigua, aunque suele ser su parte
delantera la que más lo goza, puesto que es en esa posición, enfrentada altiva
a los rayos, que los domina y somete.
Costó encontrarle la tumbona adecuada,
la ideal para sentirse cómoda, pero desde entonces no solo le sirve para acoger
el calor solar, sino que aposentada en ella nos deleitamos mutuamente
disfrutando del festín alimenticio.
Para ello, suelo elegir de antemano, variadas
frutas, compendio primoroso de sabores, olores y colores que van desde las
doradas y moradas ciruelas, hasta las rojizas cerezas, pasando por los
anaranjados nísperos, albaricoques y melocotones, o las verdes y negras uvas y
cómo no, por las encarnadas fresas. Pero no quiero cerrarme en banda, por lo
que también suelo servirme de pedazos de melón, sandía o plátano, manzanas,
peras y frutos secos, pues de todos espero obtener alimento sustancial para
seguir engordando mi delectación por ella y su aporte energético y delicioso.
Sin él, estoy seguro, quizá dejaría de gozar con los frutos con que los árboles
nos tientan y alimentan.
Pero vaya sin demora al grano.
Recién salida de la ducha, todavía con
dispersas gotitas perladas en su deseable piel, se acomoda mí amada en su
tumbona y es cuando pliega sus piernas por las rodillas que me ofrece la señal.
Lo siguiente, separárselas yo con delicadeza, permitiendo por tanto ella, que
me encandile una vez más con su excitante sexo ofrecido y hermoso. Me siento
entonces a su derecha, en un escabel y desde aquella privilegiada posición, la ayudo
a que extienda su pierna derecha, gozando de acariciar su tersa a la vez, que
delicada epidermis. No me demoro entonces en elegir del bol con el conjunto de
piezas que he preparado, la primera. De inmediato se la muestro y al observar
su sonrisa repleta de picardía y esos ligeros, casi inapreciables espasmos de
sus labios, los superiores, pero sobre todo los inferiores, comienzo con el
ritual.
Mi boca se abre entonces, para
llevarla con mis palabras, al inicio de la segregación, al tiempo que ella
cierra los ojos tras liberar su bello rostro de las oscuras gafas. Así los
mantendrá mientras prolongue yo el festín, cerrados, quizá ajena a mis
elecciones a no ser que su sentido del olfato la ayude a desvelar la fruta
seleccionada para ser untada con los jugos rezumados por su exquisito coño,
antes de darles yo cobijo en mi boca.
Puede que entonces, al acercarle la siguiente
pieza por mi tomada, su sentido del tacto que en su sexo es tan preciso, le
desvele cuál será la fruta que a continuación, sin haberla untado en su humedal,
le acercaré a sus labios superiores. Los abrirá si le apetece la elección para
hacerse con ella con lascivia y engullirla tras masticarla sensualmente
mientras yo haré lo propio con el trozo rebozado en su singular sabor vaginal.
Es para mi ese aditivo, la sal y la
pimienta necesarias en cualquier receta culinaria que se precie y solamente
cuando ella me lo ruegue, le obsequiaré su parte remojada como a mi me agrada.
Y así permaneceremos, ella alimentada con el sol y la fruta, con o sin aditivo
proverbial, y yo con los frutos sabrosos endulzados con su néctar, ambrosia que
no me canso de degustar.
Estos festines para ambos, pueden
prolongarse mucho tiempo, tanto como sea capaz de mantener con mis insinuantes
y sugestionadoras palabras, su activo coño. Pero no lo dudéis, ambos seguimos
poseyendo, tras cuantiosos encuentros, una energía inagotable para disfrutar de
nuestro peculiar festín.
El calor del sol, aliado implacable y
la vorágine de palabras que desencadena en mi mente la visión exultante del
cuerpo de mi amada, logran que el apetito no se extinga fácilmente.
Probadlo, os sabrá ese exquisito banquete,
a uno de cientos de estrellas.
Arturo Roca
(27/05/2018)