AMORES DES-ENCADENADOS
I
Yo la
introduje en el jazz. Le contagié ese bichito que tan pronto penetra en el
cuerpo, busca anidar entre las neuronas y que cuando encuentra el lugar idóneo
entre ellas, ya jamás podrás eliminar. Morirá contigo. Y mientras vivas, él
será quien las despertará, para que atentas capten cualquier nota que para los
que no tienen la fortuna de albergarlo, parece un decibelio descarriado.
Solamente los infectados sabemos interpretar esos sonidos dispares,
alternativos, únicos, envolventes y magníficos, que los jazzmen construyen con
sus interpretaciones, quizá con el único objetivo de alimentar debidamente a
esos peculiares huéspedes de nuestra mente.
Pues eso
hice con ella, eso y muchas otras cosas que con el tiempo me fue agradeciendo con
mil dispares matices. La amo cuando agradece, pues se convierte en el ser más
angelical, pero desde luego también sexy, de la creación. Y no me tengáis por
exagerado. Ya os lo iré relatando para que acabéis por darme la razón.
Fernando conoció a Adaia un día gris
de inicios de la primavera. Hacía frío y cuando observó en qué mal modo era
expulsada de aquella especie de taberna del barrio antiguo de la ciudad, por el
que cumplía las órdenes del dueño, se compadeció de ella. No pudo remediarlo,
salió a la calle y se dirigió a ella, sin reprimirse ni esperar su violenta
reacción.
-¡¿Qué cojones quieres?! ¿Follarme?
–gritó la chica.
Estuvo a punto de girarse y dejarla
por loca, pero aquel abrupto modo de atender su inicial “disculpa”, le confirmó
que estaba ante un caso desgraciado que solamente con empeño podía vencerse.
Aunque lo cierto era que su pelo rojo, mal leonado, quizá por peinarse de forma
deficiente, lo había atraído, luego, lo cautivó aquella mirada, que calificó de
necesitada, huérfana, incluso infantil, a pesar de anidar en un cuerpo casi
exuberante en sus formas, medio ocultas por aquella sencilla vestimenta.
-¿Necesitas comer?
-Sí capullo, pero no tu polla.
Un nuevo improperio que aún le tentó
más a hacérsela suya. Sonrió y a ella le pareció que aquel gesto no era el
propio de un aprovechado ni tampoco de un futuro enemigo.
-Me llamo Fernando –y le alargó la
mano. – ¿Y tú?
-¿De verdad no entiendes que no quiero
mamársela a nadie?
-Me parece lo justo.
-¿Eres estúpido o simplemente te
mofas?
-Espero que ninguna de las dos
opciones –y antes que ella pudiera contraatacar: –no me ha gustado como te han
despachado.
-¿Y socorres a todos los que echan de
los sitios?
Fernando volvió a sonreír del modo que
parecía otorgarle claras opciones de que ella lo atendiera. De nuevo acertó,
ella no echó a correr, en cambio lo atendió.
-Sólo a los que de verdad lo
necesitan.
Se había equivocado, si algo tiene o
cree tener en valor y cantidad Adaia, es el orgullo estúpido de los perdedores.
-Yo no necesito nada, ni de ti ni de
nadie.
Pero Fernando sabe reaccionar con
fluidez y sobre todo rapidez.
-Estoy de acuerdo contigo, pero me
estaba refiriendo a mí.
La desconcertó y eso a ella le agradó.
Precisó por tanto saber a qué se refería aquel tipo que desde el inicio le
había parecido atractivo, por tanto susceptible de que acabara chupándosela,
incluso sin que él hiciera demasiado esfuerzo por lograrlo, por tanto…
(15/01/2016)
ARTURO ROCA ©